Cancelación de ruido

Los sonidos de la ciudad se cuelan a través de las finas hojas de papel que tengo por ventanas. Es en ese cóctel de ininteligibles aullidos donde la ciudad se revela un lugar hostil para las personas con sueño ligero. Tanto es así, que mi cuerpo ha desarrollado una extraña adaptación al medio, hasta el punto de que he dejado de percibirlos. El cansancio, la ansiedad y el abatimiento provocado por las batallas diarias me permiten conciliar el sueño con suma rapidez.

Es en ese maremágnum de ruidos donde la ciudad encuentra su canal de difusión de la actualidad. A las cinco de la mañana, los enfermeros del Clínic se reúnen a las puertas del hospital para descargar tranquilamente su agotamiento tras soportar turnos interminables. Los jóvenes que salen de la discoteca más cercana bailan al ritmo de C Tangana, ignorando su lugar en la sociedad durante unos minutos.

Los primeros vehículos se asoman a la jungla de asfalto sobre las seis de la mañana. Encapsulados allí, los madrugadores intentan sortear los atascos de una ciudad que ya no admite más tráfico y lo hacen quemando combustible y soltando algún golpe de claxon para que el mundo perciba su matutino enfado.

Llegado el mediodía, los paseantes inundan las calles. Miles de conversaciones se cuelan por la ventana. Algunas frases destacan sobre las demás por su cariz impertinente; otras, en cambio, revelan la emotividad del primer amor o hasta del último adiós.

Las terrazas de los bares son a la ciudad lo que la orquesta es a la música. Allí se crea la melodía que conforma la vida de la gente. Entre esas mesas y el olor a fritanga se gesta la opinión de la sociedad e incluso el sentir de una época. Y todo eso penetra en mi habitación, gracias de nuevo a la ventana.

Hace unos días decidí adquirir unos cascos con cancelación de ruido. Lo hice a sabiendas de que, después de cinco años viviendo en Barcelona, los sonidos de la ciudad estaban más que cancelados en mi cerebro. Simplemente coexistía con ellos al mismo nivel que vivo con la miopía.

Los saqué de la caja, conecté el bluetooth y me puse el último disco de Rosalía. De repente, sentí con incomodidad como la cantante de Sant Esteve Sesrovires comenzaba a actuar solo para mí. El caleidoscopio de la ciudad se puso en modo silencio y disfruté durante unos minutos de su melodía.

Al cabo de una hora, no pude más y me quité rápidamente los auriculares. Como si hubieran estado haciendo apnea, mis oídos necesitaban respirar de nuevo ese ruido. Volví a conectarme a la ciudad y decidí no volver a repetir esta experiencia.

A miles de kilómetros, dentro y fuera de Europa, millones de personas desearían poder cancelar el ruido que les envuelve. Cancelar los horrores de la guerra, el molesto silencio de la desigualdad o incluso la tensión permanente que provoca la falta de derechos humanos. Pero no pueden. Lo que aquí se revela como derecho allí se torna un castigo injusto y cruel.

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